Mónica Treviño Alvarez
En los siguientes renglones narro una de las historias más fuertes que he vivido. Mi intención no es causar lástima. Decido escribir y no continuar callando. Les invito a leer mis palabras desde la denuncia y desde la incansable búsqueda de no repetición de hechos. Este 25 de noviembre traigo a la memoria a todes les niñes sobrevivientes de abuso sexual. Escribo para sanar individual y colectivamente. Espero que esto ayude a creer en las niñas y a garantizar espacios religiosos libres de violencia sexual, no confundamos pecado con crimen.
¿Dónde está la Diosa cuando una niña es abusada sexualmente?
Era pequeñita cuando sucedió. Como es el caso de muchas otras, fue en mi casa. Ese espacio que debería ser seguro. Pasó varias veces. No sé si fueron semanas, meses o años. Lo que más recuerdo es su gigantesca lengua que se metía por la fuerza a mi boquita.
Estaba paralizada. Rogué en silencio para detenerlo. Su lengua no debía de pasar por mis dientes, ni rozar con mis cachetes. Desde el primer día en que lo hizo no he podido olvidar lo que se siente que tu cuerpo sea territorio de conquista. Pronto los besos dejaron de ser suficientes. Me subió el vestido verde de ositos y frotó su mano con mi calzón. Se bajó el cierre del pantalón y sacó su pene. Me asusté mucho. Sólo quería escapar, huir y jamás regresar a esa habitación.
Mis piernas no me permitieron correr. La mano de mi profesor condujo a mi manita a su pene. Me obligó a sentirlo… a masturbarlo. ¡Segundos eternos! Y continuó mientras dejaba mi mente en blanco. Lo siguiente que recuerdo es estar agachada mientras él introducía su pene en mi boquita. Sentía que me ahogaba y un incontrolable asco se desprendía de mi ser. Incluso hoy, muchos años después de haber sobrevivido, viene a mi cuerpa la misma sensación…estrés post-traumático. Lo sacó de mi boca. Pedí permiso de ir al baño y nunca regresé.
Mi cuerpa es un lienzo teológico. En ella se evidencia una Diosa que existe, resiste y ama desde la ternura radical: abrazando la propia vulnerabilidad. Mis heridas, mis dolores y todo lo que he sobrevivido se entrelazan en Ella. La Diosa está en nuestras corporalidades. Cada una de nuestras experiencias es una denuncia de Aquella que se posiciona a favor de la erradicación de la violencia contra nosotres, contra nosotras.
Semanas después le dijo a mi mamá: “me fui a confesar y Dios me perdonó”. Esas palabras provocaron en mí la sensación de estar congelada. Un balde de agua fría recorrió mi cuerpa entera. La Divinidad me había ayudado mucho a sobrevivir el abuso. Ahora, 2 Padre Nuestro y 10 Ave María eran suficientes para “perdonar” sus actos. Si sentir su pene en mi boca había sido violento, escuchar esa frase fue desgarrador. Ese día la violencia de mi profesor de canto trascendió lo sexual y llegó a lo espiritual. Una mezcla de rabia y culpa inundó mi ser. Culpa de no poder perdonarlo. Rabia que el sacerdote se hubiera vuelto cómplice de su crimen. Rabia que mi mamá se hubiera atrevido a compartir esa información.
Años después, en el colegio de religiosas donde estudié el bachillerato, se me acusó de ser impura. Para las hermanas ya me habían besado… no era digna ante los ojos de Dios. Y volví a recordar. Sentí un infernal calor recorriendo mi ser. Otra vez yo era la mala, la bruja. Aquella que siendo apenas una niña había seducido a un hombre de más de 60 años. Tristemente, volví a encontrar más de lo mismo: un espacio religioso violento y re victimizante.
Hasta que encontré compañeras de lucha que me cobijaron y escucharon. En ellas, desde las calles y en el activismo descubrí que la Divinidad no me condenaba. Las interpretaciones patriarcales de lo sagrado era lo que me desvalorizaba. Aprendí a hacer iglesia y a construir un mundo diferente en las calles. Desde la defensa de la dignidad. Así hoy en día las heridas de mi cuerpa, mi lienzo teológico, me ayudan a seguir acompañado y a continuar encontrando fortaleza desde mi vulnerabilidad.
Aún hoy en día mi cuerpa sigue enfrentando los estragos que dejó el abuso. A lo largo de estos años he pasado de creerme impura ante los ojos de Dios a reconocerme como testimonio de una Diosa que resiste desde la vulnerabilidad al son del grito: las niñas no se tocan, se aman y se protegen. Cuento esta historia para todas aquellas que creen que el abuso fue su culpa. Me atrevo a narrar el cuento de terror que viví para que algún día ningún niñx sea abusado, para que en ninguna iglesia se premie al abusador ni se revictimice a quienes sobrevivieron la violencia.
La autora es teóloga mexicana y profesora en diversos espacios formativos
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